“Reconoced en el
Pan lo que pendió en la Cruz;
En el Cáliz lo que manó del Costado”
(San Agustín de Hipona, Obispo y Doctor de la Iglesia)
¿Quién es digno de tener entre sus
Manos al Señor del Cielo y de la Tierra? ¿Quién puede sostener al Crucificado,
sin siquiera temblar y derramar lágrimas de tenerlo entre los dedos?
Hermano, tú has sido llamado de
entre tus hermanos para una labor muy Extraordinaria, puesto que ningún laico
es en sí mismo, digno de tal privilegio, sino solo el Ministro Sacerdotal,
cuyas manos están ungidas para hacer que el Señor, baje de la Cruz al Pan
Eucarístico durante el Santo Sacrificio de la Misa. Y aún con singular
privilegio que Cristo otorga a la Iglesia, ninguna criatura humana ni angélica,
es digna de tener al Señor entre las manos.
Enseña San Juan Crisóstomo que
Cristo, “no solo permitió a quienes le aman verle, sino también tocarle, y
comerle, y clavar los dientes en su carne, y estrecharse con él, y saciar todas
las ansias de su amor”. El Señor, se expone a nuestra ingratitud e
indiferencia, como paciente cordero que se lleva al sacrificio, vuelve a
encarnarse en las manos sacerdotales, para ser sacrificado por los hijos
rebeldes, para ser despreciado y vilipendiado por nosotros pecadores ingratos.
Cristo, en la Cena Pascual, delego a
sus Apóstoles el poder de renovar el pacto salvífico, cada Eucaristía renovamos
mística y realmente la Pasión de Cristo, lo que aconteció en el Calvario, lo
vemos velado en el Altar, la Santa Misa, no es un espectáculo, ni una obra de
diversión, es la Obra de Dios, y ninguna devoción humana tiene el Valor de la
Eucaristía, que es Cristo mismo que se ofrece al Padre, Cristo Sacerdote,
Victima y Altar.
Ministro Extraordinario de la
Sagrada Comunión, examínate detenidamente. ¿Verdaderamente tu vida es modelo y
ejemplo del Compromiso que te han dado? Triste es decir, pero cierto, que
cualquiera puede ayudar al Sacerdote a dar a los Hijos el Pan de los Ángeles,
más no cualquiera es capaz de entender el Misterio que implica realizar tal
función, y si el Sacerdote debería temblar de amor y de temor al tenerlo entre
las manos y hacer posible el Milagro de la Encarnación, tú no solo deberías
temblar, sino tener firme el propósito de deshacerte de las manos si con ellas
llegas a ofender al Señor que sostienes.
¿Nutres tu alma en la oración? Y no solo en la mañana o la noche, o antes de la Santa Misa, sino tal cual debe ser el valor de tu encomienda, orar siempre, orar sin cansancio, hacer de tu vida entera una oración. Y de la Oración tu propia vida. Mientras más unido a Cristo en el corazón de la Oración, más entenderás la grandeza de Cristo y la pequeñez de tu barro. Y no la oración como el formulismo de la plegaria marcada, sino en la libertad y en la inspiración que solo da el Espíritu Santo Paráclito. Aquel Espíritu que tiene el poder de dar la vida en los desiertos, y hacer brotar no solo ríos, sino torrentes de verdadera agua de vida. Ningún Ministerio, ningún Apostolado se sostiene sin la oración, sin estar de rodillas ante el Sagrario, es obra humana y por agrado humano, tendrá valor, más no el que debería tener ante Dios. La oración, hace brotar obras agradables a Dios, y hace germinar verdaderos frutos de Salvación.
Ay de ti, laico, Servidor del Señor,
que maltrates al Señor, pues como dice la Escritura: “más te valdría atarte una
piedra al cuello y arrojarte al mar” (Mt. 18, 6), que con tus negligencias
profanas, pisoteas y azotas a Cristo humillado en tus manos, que descuidas
hasta la más mínima partícula que cae entre tus dedos. Ay de ti, que pierdes el
sentido de tú lugar, donde no eres protagonista, y donde no eres el sacerdote
para administrarte derechos que no te son conferidos. Que llenas de soberbia tu
cabeza, y te sientas en un trono que no te ha sido dado.
No has sido elegido realmente por
ser lo mejor, que muchas almas son mejor que cada uno de nosotros. Has sido
elegido por una necesidad. Más no es obligación que se desempeñe este
Ministerio Extraordinario. Humíllate verdaderamente en la Presencia de Dios,
que te ha llamado, y reconoce que no eres nada, y que Él que te ha creado, lo
es absolutamente todo.
En la asistencia a los Enfermos,
reconoce que a quien llevas es a Cristo, el Verdadero Consuelo de los Enfermos,
el Médico por excelencia, la Salud de las almas. Llevas a Cristo y como tal,
debes llevar el consuelo de Cristo, las palabras de Cristo, no tus palabras.
Toma el tiempo necesario para consolar a Cristo Pobre y Enfermo en tú hermano,
a ese Cristo llagado que clama consuelo y atención. Eres el sembrador que
prepara la tierra para la siembra, quien da paso a la acción del Sacerdote.
Entrégate verdaderamente a cumplir
fielmente aquello y solo aquello que manda la Iglesia en la persona del
Sacerdote, siempre en la Reverencia a Cristo. En Obediencia al Sagrado
Magisterio, no a las innovaciones y acciones del Sacerdote que solamente ponen
en riesgo la Sacralidad del Sacramento. Mira y contempla que si tú fallas,
Satanás está siempre al pendiente de ti. Y se recrea en cada sacrilegio que
realizas a Tú Dios en la Eucaristía. Cada Sacrilegio es un acto de alabanza al
maligno, que cree más que tú y que yo, en la Presencia Real de Jesús en el
Sacramento del Altar.
Pobre es mi palabra, pero también
necesaria muchas veces que la dirija a ustedes alguien que contempla su labor.
Y es triste llegar a contemplar como aquellos que deben amar al Señor y
servirle son los primeros que lo desprecian, haciendo alarde, como si de ellos
dependiera donde están parados, cuando es un verdadero privilegio de la Divina
Misericordia.
Finalmente, que no pase ninguna Misa
que no se hayan preparado reverentemente, para que la vivan como la única
Celebración de su vida, para que al salir de “aquella mesa, salgan como leones
respirando fuego terrible a satanás, con el pensamiento fijo en nuestro capitán
y en el amor que nos ha mostrado” (San Juan Crisóstomo).
Fraternalmente.
Mauricio Parra Solís
Esclavo del Inmaculado Corazón de María
Mexicali, B.C., 27 de Febrero de
2017. Año Jubilar por el Centenario de las Apariciones de Nuestra Señora en
Fátima.
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