domingo, 26 de febrero de 2017

Meditación de Cuaresma VII

¿Porque dicen ayunamos y no hiciste caso? (Is. 58, 3)

El Ayuno es una de las principales prácticas Cuaresmales de la Iglesia, es una manera penitencial de fortalecer el espíritu en la lucha contra las pasiones y las tentaciones, principalmente de la carne. Pues como enseña el Evangelio: “el espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil” (Mt. 26, 41). El ayuno fortalece al alma mientras reprime el cuerpo negándole aquello que necesita para resistir. Y la Cuaresma nos invita a la práctica asidua del ayuno corporal y del ayuno espiritual.

Isaías nos enseña el ayuno agradable a Dios al decirnos: “¿no es antes el ayuno que yo escogí, desatad los líos de impiedad, dejar de oprimir y soltad a los cautivos y que rompan todo yugo? Que partas tu pan con el hambriento y des posada al que anda peregrino, que cuando veas a alguien desnudo le des cobijo y no te escondas de tu hermano” Is. 58, 6-7). Muchas veces nos conformamos con seguir los ritualismos al pie de la letra, olvidando la caridad al prójimo. Si la práctica de la penitencia cuaresmal no nos conduce al encuentro del Hermano, vana y sin sentido es nuestra piedad. La Cuaresma nos invita a encontrarnos con Cristo, en el eje espiritual y en el eje humano, nos unimos a Dios, para abrazar también a todo aquel que lo necesita.

La práctica del Ayuno cuaresmal nos frena la pasión, a la vez que nos invita a ver las necesidades del hermano. ¿De que me sirve no comer carne, enseña San Bernardo, si me devoro a mi hermano? Y eso abarca también de manera especial suplir alimentos por otros. Dejamos de comer carne para irnos otros platillos que pueden ser más costosos, y la idea no es esa en absoluto, sino privarnos de aquella comida, y ayudar a mi hermano en necesidad.

El Ayuno también, en la ascesis de la Cuaresma, es un exorcismo, pues existen demonios que solamente salen a base de oración y ayuno (Mt. 17, 21). Sobre todo los demonios de impureza que atenta contra la castidad. Si todos los cristianos ayunáramos, Satanás estaría al borde de la muerte, pues no tendría campo donde poder luchar ni hacer caer a los hijos de Dios, pero despreciamos el ayuno. Cristo pasó su Cuaresma en el desierto sin comer, cuarenta días con sus noches y al próximo sintió hambre, nos relata la Escritura (Mt. 4, 1.-11), y el tentador, sale al encuentro para ponerlo a prueba… El ayuno preparo a Jesús para resistirle la tentación. “No solo de pan vive el hombre, sino de toda aquella palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4, 4). He ahí la gran importancia del ayuno, la victoria sobre la tentación. Y Cristo nos ha dado prueba y modelo de ello.

El ayuno no lleva en sí mismo la hipocresía, aun cuando nosotros tomemos esa actitud y lo andemos pregonando, puesto que es un estado penitente solamente para Dios y para agradarlo solamente a él. “cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu rostro, para no mostrar a los hombres que ayunas, sino a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mt. 6, 16-18). La práctica del ayuno es disposición de la contrición, unida a la penitencia por los pecados cometidos: “Y volví mi rostro a Dios el Señor, buscándole en oración y ruego, en ayuno, cilicio y ceniza." (Dan 9:3).

El ayuno nos ayuda a impetrar de Dios muchísimas gracias en favor de nosotros, más sin embargo, no podemos tener hacia Dios la práctica del intercambio ni del mercadeo. Como lo critica al Pueblo de Israel por medio de Isaías. Tampoco es solo una práctica para el tiempo penitencial, sino que es una ayuda constante para el camino espiritual de conversión al Señor en nuestra vida, cuando nos veamos fuertemente tentados en nuestras pasiones y veamos que nuestros pecados nos van alejando cada vez más del Señor y de su Gracia, como arma fortísima contra los embates del enemigo de las almas.


Conclusión

Aprovechemos este Tiempo Cuaresmal de Gracia que nos concede la Iglesia, que nos concede Cristo mismo para atraernos hacia su Corazón de Misericordia, estando siempre abiertos y dispuestos para contribuir a mi propia vida de salvación y buscar la salvación de nuestro prójimo, “ofreciéndonos por convertirnos, abriendo nuestra vida cada vez más a Dios; cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor, significa dejar que el viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como él” (Benedicto XVI).

A mayor Gloria de Dios y la Salvación de las Almas.



Mauricio Parra Solís
Esclavo del Inmaculado Corazón de María


Mexicali, B. C., a 22 de Febrero de 2017. Año Jubilar por el Centenario de las Apariciones de Nuestra Señora en Fátima

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