sábado, 25 de febrero de 2017

Meditación de Cuaresma IV

El camino cuaresmal nos presenta el entrar al interior del propio cuarto y orar al Padre en lo secreto, es decir, donde sea y a la hora que sea en el alma. Alma que no ora, alma que es infecunda. Y al alma infecunda termina por convertirse en tiradero de escombro y podredumbre, no servimos para nada así. Somos llamados a ser lámparas ardientes de oración, de día y de noche, siempre. Que nuestra sola presencia sea una invitación a entrar en intimidad con Dios, que nuestros labios permanezcan cerrados, pero que nuestra presencia evoque a llevar a los demás al dialogo con el Eterno, en la intimidad de lo profundo del alma.

La tristeza de Jesús es impresionante, al contemplar a su Discípulos, durmiendo, y viene la reprensión justa: “no han podido velar ni siquiera una hora conmigo” (Mt. 26, 40). ¿A cuantos de nosotros podría reclamar eso el Señor? El Espíritu Santo nos preparé para que el momento del juicio podamos escuchar de labios del Señor algo distinto, y no el reclamo de no haber velado. Pues como los Apóstoles, le despreciamos en la Oración, entramos al Templo, y como si entráramos al mercado, o una plaza de convivencias: irreverentes, impenitentes e incapaces de guardar silencio. Ahí está el no poder velar con Cristo, en su propio templo, en su propia Presencia. Caemos en la tentación de No ir y orar. El templo lleno y el Sagrario vacío, las Gracias desperdiciadas. Poder comulgar y despreciarlo, Cristo arrojado al suelo y pisoteado, escupido y abofeteado. Caemos en la tentación de no hacer oración. Y si comulgo, pierdo la referencia que ahora yo soy sagrario viviente de Jesús Eucaristía. Sagrarios abandonados, porque no hay quien se desgaste las rodillas velando con el Señor. Almas infecundas, porque se nos olvida cultivar la Sagrada Comunión después de comulgar, despreciamos la Reserva Sagrada que ahora custodiamos.

Más pobres de nosotros, si nos acercamos a ser sagrarios llenos de podredumbre y escombro comulgando en Pecado Mortal, ¡ay de nosotros! Más nos valdría morir que recibir la Sagrada Reserva en deprimente estado, y con poca preparación. Más nos valdría colgarnos al cuello una piedra y ser arrojados al océano. Que nos convertimos, no en altares dignos de Cristo, sino en altares sacrílegos, altares satánicos donde volvemos a sacrificar a Cristo, haciendo burla de él, uniéndonos a la mofa que hace el maligno por medio nuestro.

La Cuaresma nos invita a reflexionar en el papel de la Oración en la vida cristiana, y la oración no a base de rezos y devocionales, sino a trascender en el dialogo con Cristo, impulsados por el Espíritu Santo, ayudados por la Palabra de Dios, escudriñando las Escrituras. Haciendo oración viva en espíritu y en verdad para ser Adoradores del Padre. Sin el Espíritu Santo en la oración, toda palabra es infecunda y vacía, pues como enseña San Pablo: “El Espíritu ora en nosotros con palabras que no podemos entender” (Rom. 8, 26), y como María Santísima, debemos estar también dispuestos a guardar y meditar todo cuanto recibamos en nuestro corazón, para hacerlo vida en nuestro camino.

¿Queremos una escuela de oración? Contemplemos a María a los pies de la Cruz, callada, ofreciendo a Jesús al Padre como oferente perfecta, Ella misma fue la primera en ofrecer a Jesús al Padre, y de ofrecerse Ella junto con él. El misterio de la Oración no está en grandes coloquios, sino en uno solo de amor en silencio, acompañando al Señor que en silencio también nos acompaña a nosotros en las tribulaciones y en las pruebas, consolando nuestras almas, velando y guiando. El ejemplo y la Oración de María nos conducen a ser verdaderos adoradores, mirando hacia la Cruz con ojos de esperanza, con ojos divinos, capaces ver en ella la Obra más grande del Amor de Dios y el triunfo que es para mí salvación seguir caminando sin detenerme aun en las caídas, pues si Jesús cayo tres veces, la Oración confiada en el Padre y la Oración de María le dieron la fuerza para levantarse y seguir caminando.

No sabemos ni el día ni la hora que seremos llamados a la presencia de Dios, ni conocemos tampoco el día y la hora y si nos tocará ver la Manifestación Gloriosa de Cristo al Final de los Tiempos, más sin embargo, la oración nos prepara y nos conduce para esperar con certeza firme ese momento y caminar hacia el confiados y seguros, la Oración purifica y allana el camino para ese momento de la Historia de la Salvación personal y de la humanidad, y a nosotros nos compromete a ser verdaderos intercesores operarios y orantes por la salvación de las almas, pues muchas caminan al Infierno, por no haber quien ore por ellas. La oración me cultiva a mí, y por medio de mí, cultiva también a las demás almas por quienes oro, esa es la dinámica de la Salvación.

La oración es confiada, constante e inapagable, es el aceite que mantiene encendida nuestra lámpara, que espera por la llegada del Novio y es el Fuego que Cristo quiere hacer arder en nuestros corazones como renovados brotes de Pentecostés, capaces de perder los miedos y los respetos humanos, para salir a proclamar la Palabra Divina a tiempo y a destiempo y labrar en nosotros campos de tierra fecunda para la cosecha. El cuerpo necesita alimento para subsistir, el alma necesita oración para seguir viva, y cuantas almas caminan muertas en vida porque no oran, porque no encuentran el fuego que las caliente en la oración, mucho cuesta a las almas doblar las rodillas, cuando nadie sobre la tierra es más engrandecido en el cielo como cuando se doblega a su Creador y se postra en su Presencia, como Moisés en el Monte Sagrado, y Jesús mismo se postro en tierra en el Huerto, alabando al Padre y poniéndose en sus manos para cumplir su Voluntad, aún en la angustia y el dolor, siempre con un Sí firme y permanente.

Y a nosotros cuanto trabajo nos cuesta permanecer en el sí permanente de la Voluntad de Dios, y en la Oración el Espíritu Santo nos permite ese sí permanente cuando oramos y nos ponemos en sus manos. No nos cansemos de orar, no solo en cuaresma, cuanto más el alma se postra en oración, más somos capaces de vislumbrar la Obra de Dios en nosotros y ejercitarnos en todas las virtudes, el alma experimenta una Transfiguración y una Santificación magistral, no porque han sido nuestras fuerzas por sí solas, sino porque han sido con las fuerzas de Dios y dejándonos conducir por él libremente. La oración es el timón que yo le dejo a Dios, para que conduzca el barco de mi vida hacia mares adentro, que aunque encrespados, no hundirán la barca, sino que la llevarán hacia puertos seguros de Salvación.

Continuará.... 

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