viernes, 24 de febrero de 2017

Meditación de Cuaresma II

La cuaresma es esa invitación, no solo de la Iglesia, sino de Cristo mismo, para acompañarlo en su desierto árido, donde se prepara para cumplir el plan de salvación proyectado por él, y cumplido en él, y que de una manera siempre cercana, nos comparte también a nosotros mismos. Aun cuando se renueve año con año, y parezca un ciclo repetitivo, siempre la dinámica de Cristo es nueva, actual y eficaz.

Pero si queremos una cuaresma sin prueba, que equivocados estamos. Porque el signo de verdadera purificación es la prueba, no se va a la batalla sin antes entrenar, y no se llega a la victoria sino hemos peleado primero. De tal manera que si decimos amar a Cristo, tenemos que pasar la prueba que el paso y pasarla con él. Enseña San Agustín: “¿Quieres pelear la batalla? ¡Pues prepárate para la prueba!”. Y la prueba está en que tengo que renunciar a mí mismo. En que yo tengo que morir de manera espiritual y real a mis pasiones, a mis egoísmos, a todos aquellos obstáculos que en la
batalla me serán de mayor estorbo. Así como el soldado se alista para la guerra solamente con lo necesario para combatir. Así el alma tiene que desprenderse de la carga que lleva y que solo la hace pesada. Y revestirse de Cristo, en gracia y santidad para ser coronado realmente con la Gloria, más sin embargo, la primera corona que ha de recibir es la de Espinas del martirio cotidiano, testimoniando verdaderamente el nombre de Cristo ante aquellos que quieren por voluntad, enseñanza y silencio, volver el Evangelio algo de mera interpretación humana, sin contenido espiritual de Salvación en sí mismo, como palabra eficaz que ha de regresar al cielo cargada de fruto.

La práctica de la Iglesia me invita a la oración, a la penitencia y al ayuno como medios eficaces para el combate espiritual, no como las fórmulas mágicas, sino como un verdadero itinerario espiritual constante y profundo para vivir las virtudes de la renuncia evangélica, sobretodo en la paciencia, la caridad y el desprendimiento propio. Fuera de todo esto, poco podemos hacer de agradable a Dios, y poco podemos hacer de salvación al prójimo. La vivencia de la verdadera Misericordia, conmigo mismo, viendo mis limitaciones y aun ellas, ponerlas al servicio de Cristo, mirar las limitaciones del prójimo y ponerme al servicio de sus limitaciones, como Cristo servidor en la última cena, purificando a aquellos que había elegido. Así también nos purifica a nosotros, para purificar al hermano, al necio, al cerrado, al lastimado, para purificar a aquel que de alguna manera nos ha dañado con la indiferencia y el menosprecio, también Cristo nos purifica para purificarlos a ellos y purificarnos por medio de ellos, en la paciencia, la caridad y la Misericordia.


No alejadas de la Justicia propia de quien ama en la corrección, buscando ante todo la salvación del prójimo, aun a costa de reprenderle. Pues Cristo vino a salvar a las almas abatidas con palabras de Consuelo y Sanación, más sin embargo, vino también a corregir las grandes cargas que son el obstáculo para la verdadera Salvación. Cristo dulce, pero también Cristo iracundo, celoso de la Casa del Padre, en lo material y en lo espiritual, y el cristiano no ha de guardar en su corazón sentimientos de miedo y cobardía, sino levantar su voz y como los Profetas, anunciar la Buena Nueva y declarar que el Pueblo camina en tinieblas y sombras de muerte, por sus pasiones y la manipulación del Evangelio de Cristo.

Cristo, no tenía necesidad alguna de ser purificado, era y es el Cordero de Dios, sin mancha y purísimo, pero quiso Dios Padre que por su propia Sangre, fuéramos purificados, tu y yo y todo el mundo desde la creación hasta el final de los tiempos. Y esa purificación se renueva a grandes gritos, a cada latigazo, a cada caída de Cristo camino al calvario, y a cada golpe del martillo por sujetarlo de la Cruz. Yo me purifico en Cristo Crucificado, de tal manera que cada golpe él lo recibió en mi lugar, cada gota de Sangre que él derramo, la derramo desde mí propio espíritu, en Cristo esta mi purificación, y yo tengo que purificarme también en la batalla, y ser otro cristo camino al calvario, purificando y consolando a todo aquel que entre en contacto conmigo, de tal manera que yo sea esa cruz donde Cristo el Señor, se haga presente para toda la humanidad.


Los enemigos de la Cruz de Cristo enseñan que en la Cruz es el fracaso de Dios, Cristo ha muerto y no hay más… y como enseña San Pablo: “la Cruz es necedad para los que se pierden, pero para nosotros los salvados, es poder de Dios" (1Co. 1, 18). La Cruz es salvación, es victoria de Cristo sobre el demonio, es la espada punzante que viene a poner fin a la obra del maligno sobre la naturaleza humana y el filo que rompe la cadena de atadura. La Cruz es amor de Dios, es espíritu y vida abundante, es la fuente de gracia y santificación de las naciones, de tal manera que no hay vida sin la Cruz. Y sin ella, no hay seguridad de escalar a la Jerusalén Celestial. Pero me quiero salvar sin Cruz, así no se puede hacer nada. Quien llega a decir por la Fe: “estoy crucificado con Cristo” (Gal. 2, 20), es porque ha entendido el porqué de la necedad de Jesús en permanecer unido a ella, ante las afrentas y la tentación de bajar.

Puesto que eso era la Voluntad del Eterno Padre, y Jesús cumplió a la perfección esa Voluntad, aún bajo la angustia de ver que para muchas almas no tendría sentido y seguirían como hijos de la condenación, más sin embargo, esa tentación de infecundidad fue vencida por la certeza que él respondía ardientemente a su misión. Y cuantos de nosotros vamos huyendo a la Voluntad de Dios, con temor y miedo del que dirán, del si me critican, la misma tentación de abandonar de Cristo, el cristiano la sufre, pero vale la pena afrontarla y subir a la Cruz junto con él.

Pero… para aceptar la cruz es necesaria una verdadera preparación. Pues no solode ánimos encendidos en el momento prosperan las buenas intenciones, antes bien,corren el riesgo de menguar en el camino hasta extinguirse. Y es por eso que la práctica de la Iglesia nos pone puntos concretos a trabajar y a hacer de ellos norma de vida espiritual, como verdadero camino de conversión constante. De modo que nadie puede escudarse en solo el tiempo de penitencia y gracia cuaresmal, y terminado, volver al retroceso de sus pasiones y comodidades, sino vivir la cuaresma como una antesala para el constante camino de conversión, y aún en las caídas, seguir caminando sin estancarse en ellas.

Continuará...

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