lunes, 23 de enero de 2017

Carta Abierta a los Adoradores del Santísimo Sacramento del Altar


Mexicali, B.C., 22 de Enero de 2017
III Domingo del Tiempo Ordinario

“Los muros de la ciudad se derrumbarán,
y cada uno entrará sin impedimento”
(Josué 6, 5)


                              Hermanos Adoradores:

                 
                 Tenemos en nuestra presencia un privilegio que pocos alcanzan a entender con la profundidad que merece el Misterio Eucarístico. Cristo, el Señor que ha venido a morar entre nosotros hasta la consumación de los tiempos (Mt. 28, 20), hemos aceptado un compromiso que pocos son capaces de aceptar, pues implica un sacrificio muchas veces de mis placeres y mis comodidades, un pasar de Martha, para entrar en la contemplación de María, pero como dice el Señor: “muchas cosas nos afligen cuando solo una es importante” (Lc. 10, 41-42). Hemos tenido un verdadero gesto de amor con Nuestro Señor, hemos dicho: “Aquí estoy Señor, vengo para cumplir tu Voluntad” (Salmo 39).

                          El Señor nos habla de diversas maneras y en muchas situaciones, pero necesitamos estar siempre abiertos y dispuestos a la voz de sus palabras, pero siempre con discernimiento, pues también el maligno enemigo, viene a nosotros como ángel de luz para confundirnos al cumplir la Obra de Dios, y la santidad que Dios mismo quiere obrar por medio nuestro.

                            El libro de Josué, nos presenta una situación muy peculiar en el relato de los Muros de Jericó; podemos relacionarlo de una manera egoísta de querer una protección, un aislamiento espiritual del Pueblo de Israel, donde por la Fe, caen los muros. Y donde la confianza de Josué en Dios, mueve no solo los muros, sino también los corazones del Pueblo, siempre la obediencia a la escucha atenta de la Palabra de Dios, es la que nos hace capaces de mover obstáculos. Pero el hombre de hoy, vive completamente amurallado, sitiado en su castillo interior, su corazón y su alma blindados, donde ni siquiera dejan penetrar la gracia de Dios.
                       
 Y nosotros, Adoradores… ¿No tenemos aún en nuestra alma algún muro que nos impide entrar más y mejor en la presencia del Señor? Cierto es que el Señor nos ha cambiado desde nuestro comienzo hasta hoy… Cuanta apatía quizá tuvimos que vencer, cuantos pretextos tuvimos que encarar en nosotros mismos para dar un paso… Obstáculos propios y externos, compañías, aún la misma familia con su rutina y abstracción en el mundo, y aún nosotros mismos que vivíamos inmersos en el mundo, en lo que nos promete y en lo que nosotros aún de buena y recta manera nos proponemos. Y que Dios nos dice hoy: “Aún todo eso, te quiero conmigo… quiero que me acompañes, así como yo te acompaño a lo largo de tus días, de tus tristezas, alegrías, preocupaciones… Ven a mis pies, que yo te daré descanso de tus angustias, y te daré aún más felicidad que la que ya experimentas”.

                 Hemos experimentado muchas murallas, internas, propias y externas que el mismo enemigo nos ha puesto. Nuestra propia soberbia, nuestro orgullo, la pereza… Y aún desde antes, y que hemos ido viviendo, como a Josué, Dios nos ha ido enseñando: “Los muros de la ciudad se derrumbarán y cada uno entrará sin impedimento” (Jos. 6, 5). Este relato de Josué en el capítulo 6, pone una actitud tal vez sencilla, tal vez cansada, pero que no es lo central de la Voluntad de Dios, sino la obediencia y la confianza. Ir al encuentro Suyo, mediante una serie de directrices, acciones y ritos, quizá vacíos en sí mismos, pero ricos para tumbar las murallas, más que las físicas, las espirituales. Salir de uno mismo, para entrar en la Presencia de Dios vivo, que aunque no nos percatemos, siempre está en medio de nosotros, en la periferia de nuestra cotidianeidad.

                 ¿Con cuanta frecuencia nos ponemos a meditar nuestro trayecto hacia el encuentro con Jesús Eucaristía? ¿Realmente nos preparamos para ir a ese encuentro? ¿O vamos atentos a las distracciones externas? No porque no debamos presar atención a muchas cosas, que cierto es son necesarias, más sin embargo, aun así, nuestra alma tiene que ser puesta a trabajar y anhelar cada momento previo para que rinda todo el fruto que el Señor nos quiere regalar en su Presencia. Hacer resonar en nuestro interior los cuernos para despertar al alma, para entrar en esa intimidad del amado con el alma, como si de la boda con la esposa se tratará, y aún más, pues el encuentro es todavía más profundo. Ya desde ahí, el Señor quiere derrumbar nuestras murallas.

                  ¿Qué es ahora de mí, después de haber vencido mis murallas, todo aquello que me ataba? Dando el primer paso, el camino Dios lo empieza a allanar, y aún con las piedras que nos coloca el mundo y el enemigo común, hemos encontrado, no solo algo, sino a Alguien, que nos empuja y anima a seguir adelante. Y aquí es donde en nosotros se cumple la promesa de Dios a Josué: “cada uno entrará sin impedimento”. No porque sea fácil, sino porque no vamos solos, es que hemos vencido el muro impenetrable que nosotros mismos habíamos levantado ya, y era necesario, que se destruyera para dar paso al rico caudal de Gracia del Amor y la Misericordia de Dios.
                 
Ya cruzamos el umbral al que teníamos miedo y apatía… Jesús mismo, que quiere tenernos delante de él, ha tenido la delicadeza no solo de llamarnos una y otra vez, sino de tener la paciencia para esperarnos, puesto que cuando estamos en Adoración, en su Presencia, no solo yo, criatura, contemplo al que me formo con amor en sus Manos, sino que también mi Señor, el que me levanto y me restituyo, también me contempla a mí, y se pone a mí altura, para estar siempre atento, cercano, paterno, fraterno, para hacerse de manera misteriosa, uno conmigo en la contemplación. De tal manera, que aún en el silencio y sin ninguna clase de palabras, cada uno entra en el corazón del otro, un dialogo perfecto de corazón a Corazón. Donde no hacen falta las palabras, sino la presencia y la figura, el Amor mismo y el objeto del amor que soy yo, no solo Adorador, sino hijo, que ama, consuela y permanece junto a su Creador.

                 El Señor ya nos ha permitido cruzar sin impedimentos, y quiere llevarnos aún más adentro de la ciudad interior, pero ya no de nosotros mismos, sino de su Sagrado Corazón, pues la muralla que poníamos nosotros, era en realidad el impedimento para entrar en Él, pues entrando nosotros en Él, el de manera intrínseca entraría a morar en nosotros, con un Misterio inabarcable de condescencia Divina, y mientras más nos adentremos en las entrañas de su Corazón, más podremos gozar las maravillas ahí contenidas y seguir creciendo en intimidad con Él, cuyo misterio es inabarcable, que solo entenderemos al entrar en la perfección de su Presencia en la Eternidad, pero que nos llama a experimentarla un poco ya desde ahora en la Tierra, en su Presencia Expuesta en nuestros Sagrarios, en nuestros Altares, siempre esperándonos, siempre buscándonos. Dichosos nosotros que hemos acudido a sus pies para saciarnos del agua que nunca se acaba.

                Y aún nos permite experimentar más, cuya presencia no disminuye al salir de la Capilla o del Templo, al concluir el tiempo semanal de mi compromiso, sino que va más allá de eso. A ser realmente adorador, en espíritu y en verdad (Jn. 4, 23), viviendo siempre y constante en la presencia de Dios, y suplicar ardientemente, “Señor, si yo salgo de tú presencia, qué mi corazón se quede aquí postrado ante Ti, así como Tú vienes y me acompañas en mi camino”. Bella es la intimidad con Cristo, cuando se aprende a tratarle como un amigo, sabiendo que es un Dios siempre cercano, contemplando aun en el dolor, la dulzura de la Cruz, pues quien contempla al Señor Expuesto en el Santísimo Sacramento, también lo contempla expuesto en la Cruz, y la Cruz con Cristo, es una Cruz aunque amarga, infinitamente dulce. Más una cruz sin Cristo, es una tristeza, porque no está Quién le da sentido y dulzura, aunque pueda verse contradictorio.

                 Que cada día, Hermanos, el Señor nos enseñe a ser verdaderos Adoradores, y que con nuestro testimonio, seamos puentes fuertes, para atraer a más hermanos hacia Él.

«Hele aquí... compañero nuestro en el Santísimo Sacramento,
que no parece estuvo en su mano apartarse un momento de nosotros»
(Santa Teresa de Jesús)


                                                                                                
Atte. 
Mauricio Parra Solís
Miembro del Movimiento de Adoradores
del Santísimo Sacramento,
 Parroquia del Espíritu Santo,
Diócesis de Mexicali

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