En la Iglesia Católica existen muchos signos que son parte de su
riqueza misma. Sobre todo en lo concerniente a las reverencias se distinguen normas de urbanidad no solo
hacia los Lugares Sagrados, sino también implica una Reverencia hacia las
personas por el cargo que ostentan dentro de la Comunión Eclesial. No por ser la persona misma motivo de
adoración, sino en virtud a que son Representantes de Nuestro Señor y llevan sobre
ellos la Autoridad de la Iglesia confiadas de manera especial.
Tal es el caso como
haremos referencia a la Persona de los Obispos, y aquellos que tienen la
investidura Episcopal, Cardenalicia e inclusive Pontificia.
Las personas
sagradas, empezando por el Papa, objeto de la adoratio (según se ha explicado antes) y cuyo annulum piscatoris (el anillo del Pescador) se ha de
besar en audiencia. Los prelados consagrados con el orden episcopal –ya sean
cardenales, patriarcas, arzobispos y obispos– son acreedores del ósculo a su
anillo pastoral, acto que en el pasado se hallaba indulgenciado. El beso tanto
al anillo papal como al episcopal debe hacerse haciendo genuflexión.
¿Por
qué al Papa y a los obispos se les besa el anillo y no la mano como a los demás
sacerdotes? Porque el anillo es el signo externo de su autoridad apostólica y
de su unión con la iglesia que presiden.
En el protocolo epistolar eran sólitas las siguientes fórmula de despedida del remitente de la carta: “que besa la sagrada púrpura de Vuestra Eminencia” (en el caso de dirigirse a un cardenal) y “que besa el pastoral anillo de Vuestra Excelencia” (tratándose de un arzobispo u obispo). El beso a la púrpura de un Príncipe de la Iglesia es hoy meramente retórico, pero debió practicarse en el pasado besando la orla de la cauda cardenalicia, como se besaban las de las vestiduras de ciertos potentados y dignatarios civiles y religiosos y de las señoras.
El
beso depositado en una mano consagrada es un acto a la vez de humildad, de
piedad y de religión. Es un acto de humildad porque indica el reconocimiento de
una subordinación, aunque no a la persona sino a la dignidad (de ahí que nunca
hay que substraerse a besar la mano de algún sacerdote aunque se lo considere
indigno); es la subordinación del laico al clérigo, que está constituido en un
orden superior. Es un acto de piedad porque el hijo rinde homenaje a su padre
espiritual y también porque se reconoce y se muestra visiblemente respeto a lo
sagrado. Es, en fin, un acto de religión, porque se honra a Dios honrando a sus
ministros. En estos tiempos de descreimiento, también es de modo especial un
elocuente acto de fe, por el cual se reverencia la mano que ha sido consagrada
para ofrecer el santo sacrificio de la Misa.
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