“Que el lucero
matinal lo encuentre ardiendo,
Ese lucero que no
conoce ocaso
Y es Cristo, Tu
Hijo Resucitado”
(Pregón
Pascual)
Estamos llamados a ser una Ofrenda agradable al Padre, una Ofrenda que
sea capaz de consumirse en pureza y en santidad. Que arda para la Vida Eterna,
alumbrando con la Luz de Cristo, que es Luz brillante capaz de iluminar no solo
la tiniebla del mundo, sino la tiniebla espiritual del hombre que se sumerge en
el pecado. Cristo es la Luz que el mundo no quiso recibir en la Encarnación, y
que viendo la grandeza de su Misericordia, desprecio aún más, haciéndolo
oprobio de sí mismos, convirtiéndolo en reo de muerte, en despojo y criminal.
La Cruz de Cristo, es aparente
derrota, aparente fracaso, más como enseña San Pablo: “es poder y sabiduría de
Dios” (1 Co. 1, 18), pues la cruz no existe, ni quiso ser tomada por Cristo
como objeto para estar en contra del mundo, sino para mostrarse a favor del
mundo, el mundo la desprecia por no adecuarse a la vida conformista y
placentera del Hombre, pues la cruz en sí misma, es un plan de vida aún más
perfecto que el nuestro propio, porque es la Voluntad de Dios la que da la
libertad a nuestra vida, la Cruz, hoy se muestra como lo que es realmente, el
Triunfo de Cristo sobre el Maligno, para convertirse en una escalera al Reino
de los Cielos.
Si Cristo, hubiera permanecido en el
Sepulcro sellado, ¿de que nos valdría haber nacido? La misma carga de Adán
tristemente pesaría sobre nuestras cabezas como loza pesada que nos aprisiona y
nos condena. Más dichosa fue la culpa de nuestros primeros padres, no por haber
desobedecido al Padre, sino por la muestra tan estupenda de reconciliación que
mostro hacia la humanidad. Desdeñar la Omnipotencia Divina, hasta el punto de
convertirse no solo en Siervo y Esclavo, sino de convertirse en Holocausto,
Altar y Sacrificio, por cuya Sangre quedamos purificados. ¿Qué mente humana es
capaz de concebir tal beneficio? ¿Qué mente humana sin inspiración y fortaleza
Divina es capaz de dejarse moler mansamente como el trigo para ser convertido
en pan que es capaz de dar la Vida?
¡Ay Hombre que te empeñas en quedar
encadenado! Ni los ángeles pueden descender al Infierno para rescatar una sola
alma. Cuanta fue la caridad de Cristo para descender a él para liberar a los
cautivos, a quienes durante los siglos esperaban la Promesa del Padre, la
promesa de los Profetas, que oraban con incesantes ánimos la manifestación del
Redentor. Ellos aguardaban poder contemplar ese Rostro Divino, reflejo del
Padre que los había llamado a la esperanza. Más ni el Pueblo de la Primitiva
Alianza sellada con Abraham supo ver la Promesa aun tocándola y escuchándola.
Que decepcionado pudo haber contemplado el escenario tan atroz de
tormentos indecibles, Abraham desde el
seno del Reino, Moisés que fue testigo del amor de Yahvé por sus hijos para
romper sus ataduras esclavas. Ver que la sangre que había pedido el Señor para
marcar sus moradas, no era otra señal que la preparación para que las
verdaderas moradas del Pueblo, las almas, fueran marcadas con la Sangre de
Cristo derramada en el Calvario, para librarnos de una plaga aún mayor, que no
solo lleva el peso de la muerte física, sino la espiritual, del perdernos por
los siglos la visión del Redentor.
El Sacrificio de Elías para mostrar
la magnificencia de Dios ante los falsos dioses, no ha quedado sino opacado por
el Sacrificio de Cristo; Elías oraba con ardientes suplicas que su ofrenda
fuera tomada de manera agradable, más aun en la justicia recibida, era una obra
de alabanza humana, que siendo aún agradable a Dios, no borraba enteramente los
pecados. Cristo mismo, por lo contrario, no solo oro para que se mostrara el
Amor del Padre, sino para ser capaz de llevar sobre él nuestros dolores, su
Ofrenda en sí misma era más meritoria al Padre que los antiguos sacrificios que
se renovaban esperando la llegada de la Salvación. Más Cristo no solo es
Oferente en suplica, sino en sacrificio puro, inmaculado y santo, pues su mismo
Cuerpo lo ofreció para ser triturado e inmolado, es Obra perfecta de amor y de
reconciliación.
Ahora, nosotros, Pueblo de la
Prometida Alianza Nueva y Eterna, sellada con la Sangre de Cristo, caminamos en
esa misma esperanza de ver al Señor un día, ahora lleno de Gloria y Majestad,
esperando verle primero tal vez, en nuestra muerte, con la esperanza confiada
de permanecer después del Juicio en su Presencia, caminamos constantes o
deberíamos hacerlo, en la conversión sincera del corazón que enfrenta sus
culpas y purifica sus pecados. Para poder gozar de la Promesa ganada por la
Sangre de Cristo. Promesa que el Pueblo de la Antigua Alianza ha despreciado,
mirando al Salvador y condenándolo al Suplicio, y soberbios sin querer
reconocer la salvación ganada por el Redentor, a quien rechazaron abiertamente,
al Hijo de Dios.
Ahora nosotros, caminamos en la
nueva esperanza de Resucitar con Cristo, de contemplarle glorioso tal cual es,
y suplicando su Venida Gloriosa en la Carne y en la Majestad Divina, que solo
el Padre Sempiterno sabe el momento y la hora destinados para ello, y más nos
valdría que el Señor nos encontrara velando en oración y despiertos. Que nos
encuentre como ceras ardiendo ante su Presencia, para no conocer como él, el
ocaso vespertino, sino el lucero que anuncia la claridad del nuevo día que ha
disipado las tinieblas del pecado y la soberbia. Que ha quebrantado los
pecados, y que ha roto las cadenas de la muerte sobre nuestras almas. Dichoso
sea a quien el Señor encuentre preparado aquel día de bendición y de escándalo,
día de alegría y de vestiduras rasgadas, día de gozo, de dolor y de rugir de
dientes.
Celebremos con gozosa esperanza
estas fiestas pascuales, porque la esperanza tiene un nombre imborrable en los
corazones de los fieles, como los dinteles y las jambas de los israelitas,
ahora nuestros corazones han sido marcados y sellados con una sangre que no
perece como la de los animales, sino con una marca imborrable de la Sangre de
Cristo Resucitado, que permanentemente muestra sus Llagas al Padre para que por
medio de ellas nos contemple y tenga compasión, por cuyas llagas hemos sido
sanados (Is. 53, 5).
Que levanten nuestros labios himnos
de alegría y nuestra lengua proclame las alabanzas de Cristo, que vive y reina
por los siglos de los siglos. Amén.
Surrexit Christus spes nostra,
Scimus Christum surrexisse a mortuis vere.
(Resucitó Cristo Nuestra Esperanza,
Sabemos que Cristo verdaderamente
Resucitó de entre los muertos).
Mauricio Parra Solís
Esclavo del Inmaculado Corazón de
María
Nihil Obstat
Pbro. Moisés Olmos
Ponce
Diócesis de
Ensenada
Mexicali, B.C., 15 Abril de 2017. Sábado Santo
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