“El que beba el agua que yo le daré;
No volverá a tener sed jamás,
Sino que dentro de él esa agua se convertirá
En un manantial del que brotará vida eterna”
Jn. 4, 13-14
Hermanos
Adoradores:
Aquí, a los pies del Señor, se llena
todo rincón que yace vacío, se sacia el hambre, se ilumina la tiniebla. El mundo
no le conoce y yace vacío, buscando alimentarse de migajas solo por breves momentos
y vuelve a sentir hambre; en apariencia sonríe, pero son mortajas que caminan
sin vida, porque están vacíos, basta solamente con contemplar su mirada, y
vislumbrar que falta la chispa divina. ¡Nos falta la vida en el espíritu! Y es
más triste concebir que también nosotros, quienes estamos más cerca, o deberíamos
estarlo, yacemos también muchas veces carentes de esa vida.
¿Nos escandaliza esto? ¡Y que
desgracia es contemplarse en tantos Adoradores! Que deberían ser sino
verdaderos campos fecundos donde se ha derramado la Gracia Divina. Si tuviéramos
verdadera vida, fecundaríamos al mundo entero con nuestra sola presencia. Más sin
embargo, pareciera que somos campos estériles que para nada aprovecha.
¡Ay de nosotros! Que sino
fecundamos, el día de la cosecha arderá en nuestra tierra un fuego que no se
apagará, porque no damos fruto sino cardales y espinas punzantes. ¡Si fuéramos tan
solo verdaderos oasis! El mundo, con nuestra sola presencia, sentiría gran
hambre de buscar esa fuente de la cual nosotros nos saciamos. Pero pobres de
nosotros, y que mal dejamos a Cristo porque le adoramos sin entendimiento ni
amor. Así no podemos pretender que otras almas lo conozcan y le amen, si
nosotros somos troncos secos e ignorantes. No somos capaces de ser aroma
fragante de Cristo, incienso que suba a su presencia agradablemente.
Escandalizados, sí, de nosotros
mismos, de nuestra miseria que no somos capaces de remediar, que nos hemos
conformado con ella y que pretendemos que ella sea olor fragante de Dios. ¡Qué
engañados estamos! Si mirásemos nuestras pobres almas como el Señor las
contempla, mucha misericordia sería que nos permitiera morir al instante, con
tal de no despreciarle más, pues pretendemos hacer de la Gracia Divina cómplice
de nuestra necedad sin llegar a ser capaces de mover un solo dedo para remediar
nuestro mal.
No nos extrañe que de esta manera
nuestros Tabernáculos estén abandonados, empolvados y llenos de telarañas, cuando
nuestro espíritu es nido de alimañas ponzoñosas de pecado y de tibieza, en
lugar de ser vasos preciosos dignos, donde el Señor tenga su contento. Fuego
estamos recibiendo y cuanto quisiera el Señor que ardiera hasta el punto de
consumir nuestra pobre existencia para que solo sea él, quien brille delante de
nosotros, y por nuestra presencia, llegue a quien anhela llegar por medio
nuestro.
¡Cuánto desearía Hermanos que
nosotros conociéramos realmente esta grandeza! Más poca es nuestra fortaleza
humana para poder resistir tanto amor, porque si el Señor nos concediera tal
dicha de experimentar en el alma un rayo del Amor Divino, seguro estoy que moriríamos
en el instante, y nuestro corazón explotaría de indecible alegría.
A Cristo, de amor, una lanza
traspaso su Sacratísimo Corazón para poder darnos vida, y ha querido que
permanezca abierto, no solo para saciarnos como manantial cristalino que es,
sino para hacer en él nuestra morada. Para dar fruto en gran abundancia, por
Él, con Él y en Él. Si echamos raíz en el Corazón Eucarístico de Jesús, como él
lo anhela, jamás tendríamos la desgracia de ser terrenos infértiles. Dios nos
conceda no tener tan espantoso estado de alma, más sin embargo, como somos
muchas almas que por desgracia caemos en esta cuenta y gran desolación, que nos
atienda con la luz necesaria para entenderla y empezar a remediar nuestros
males.
No nos faltará la Gracia siempre que
la clamemos con amor y esperanza que bajará a nosotros como rocío, y nada
regresará al cielo, sin antes haber fecundado y dado mucho fruto. El Señor que conoce nuestros corazones nos
asista y tenga mucha Misericordia de nosotros.
Mauricio Parra Solís
Esclavo del Inmaculado Corazón de María
Mexicali, B.C., 13 DE Abril de 2017.
Jueves Santo de la Pasión del Señor.
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