La
invitación a vivir la Cuaresma, debe ser una llamada de esperanza para fijar
nuestra mirada en Cristo, en la Cruz; esperando con gozó el alborear de la
Resurrección, y caminando, confiando en la promesa, de que habremos, por su
Misericordia y Amor infinitos, de alcanzar la Jerusalén del Cielo, gloriosa y
resplandeciente. Contemplar al Dios de la Misericordia, al Dios que nos salva,
pero también, sin perder de vista, al Dios Justo que ha de venir al Final de la
Historia, lleno de Gracia y Majestad para recompensar al género humano.
Dios, es
infinitamente rico en Misericordia, y ella se manifiesta en que "al
cumplirse la plenitud de los Tiempos, envió a su Único Hijo, nacido de una Mujer,
nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estábamos bajo la Ley, a fin de
hacernos Hijos suyos" (Gal. 4, 4), para que el tesoro de su Gracia, Sabiduría
y Prudencia, redundará en alabanza de su Santo Nombre.
Así mismo,
en la magnificencia de la Misericordia, la Justicia infinita de Dios, es
inseparable, en cuanto a que Dios mismo, no mira con una piedad permisiva al
Hombre. Le concede libertad, y según esa libertad, el Hombre debe ser juzgado.
No podemos decir temerariamente, que Dios no viene como Justo Juez, puesto que
la Misericordia también es justa, es gratuita, pero el Hombre debe consentirse
merecedor de ella en cuanto a sus acciones. El Pecador abre el pecho enamorado
del Padre en la medida que con humildad reconoce sus errores, y busca con rectitud
de conciencia la enmienda de ellos, más sin embargo, Dios no puede mostrar
Misericordia con aquella alma que no puede ver con humildad sus caídas y más
aun, pertinazmente se obstina a vivir sumergido en ellas.
Cuántas
almas se pierden por causa de la Misericordia, creyendo que viviendo esta vida
en el pecado, no buscan su propia conversión, sino que creen con alevosía y
ventaja, que a la hora de la muerte se salvarán pidiendo perdón, sin un sincero
acto de contrición. ¡Ay de las almas que se ponen erguidas en esta vida, sin
inclinar la cabeza con humildad, que se asemejan a su padre el Diablo, soberbio
desde el comienzo, haciéndose, según sus antojos, dueños y señores de sus
propias vidas, sin reconocer que el Padre de la Verdadera Misericordia los
llama para sí mismos, en un acto de Humildad Heroica, abandonándose en sus
brazos, dejándose modelar, siendo hechos desde el principio a su imagen y
semejanza, conteniendo en vasos frágiles, una dignidad mayor que la de los
propios ángeles en el cielo.
No nos
puede ser posible como Iglesia de Cristo, predicar un Evangelio alejado de la
exigencia de la Conversión, puesto que Cristo, no solo vino a sanar a los
Enfermos, a Liberar a los poseídos por el Diablo, vino a reconciliar al mundo
con el Padre, a dar el Perdón de los Pecados, con la consigna: “¡Vete y no
vuelvas a pecar!” (Jn. 8, 11). Pretender la predicación de la Salvación sin el
compromiso de enmendar la propia vida, es predicar un Falso Evangelio, que aun
cuando la Salvación de las almas es el anhelo más vehemente de Dios, el hombre
debe ganarla en la actitud de la propia vida a la Luz de la Gracia de Dios.
La
invitación de la Cuaresma, es examinar la vida a la Luz del Evangelio,
preparando el alma para el encuentro definitivo de la Eternidad, cada momento
es crucial, y un instante puede separar a las almas de la Eternidad Gozosa y
sumergirla en un abismo de tristeza, de fuego interno que consume sin
extinguirse. Pues aun cuando la Misericordia es Inagotable, también es exigente
y celosa, y ningún alma puede levantarse altanera para decir que Dios siendo
Amor infinito no condena, diciendo que nadie puede condenarse para siempre,
pues es contribuir con la falsedad de una Doctrina Antievangélica, pues también
el Señor viene a separar a las Ovejas de los Cabritos, a los Benditos y a los
Malditos, no porque el mismo quiera separarlos de sí mismo, sino porque el hombre
mismo responde libremente para ser de uno u otro rebaño.
Examinemos
nuestros corazones y pidamos al Espíritu Santo la Gracia de contemplarnos como
el Padre mismo nos contempla, y sintamos el mismo dolor que le causamos con
cada pecado, para que nuestra resolución no solo de Cuaresma, sino de vida, sea
constante y firme. Pues como enseña San Pablo, “Nuestra batalla no es contra
carne y sangre, sino contra principados, contra potestades, contra los poderes
de este mundo de tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las
regiones celestiales” (Ef. 6, 12).
Mauricio
Parra Solís
Mexicali, B.C, 14 de Febrero de 2018
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