sábado, 15 de abril de 2017

Meditación sobre la Resurrección del Señor


“Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,
Ese lucero que no conoce ocaso
Y es Cristo, Tu Hijo Resucitado”
(Pregón Pascual)


            Estamos llamados a ser una Ofrenda agradable al Padre, una Ofrenda que sea capaz de consumirse en pureza y en santidad. Que arda para la Vida Eterna, alumbrando con la Luz de Cristo, que es Luz brillante capaz de iluminar no solo la tiniebla del mundo, sino la tiniebla espiritual del hombre que se sumerge en el pecado. Cristo es la Luz que el mundo no quiso recibir en la Encarnación, y que viendo la grandeza de su Misericordia, desprecio aún más, haciéndolo oprobio de sí mismos, convirtiéndolo en reo de muerte, en despojo y criminal.

            La Cruz de Cristo, es aparente derrota, aparente fracaso, más como enseña San Pablo: “es poder y sabiduría de Dios” (1 Co. 1, 18), pues la cruz no existe, ni quiso ser tomada por Cristo como objeto para estar en contra del mundo, sino para mostrarse a favor del mundo, el mundo la desprecia por no adecuarse a la vida conformista y placentera del Hombre, pues la cruz en sí misma, es un plan de vida aún más perfecto que el nuestro propio, porque es la Voluntad de Dios la que da la libertad a nuestra vida, la Cruz, hoy se muestra como lo que es realmente, el Triunfo de Cristo sobre el Maligno, para convertirse en una escalera al Reino de los Cielos.


            Si Cristo, hubiera permanecido en el Sepulcro sellado, ¿de que nos valdría haber nacido? La misma carga de Adán tristemente pesaría sobre nuestras cabezas como loza pesada que nos aprisiona y nos condena. Más dichosa fue la culpa de nuestros primeros padres, no por haber desobedecido al Padre, sino por la muestra tan estupenda de reconciliación que mostro hacia la humanidad. Desdeñar la Omnipotencia Divina, hasta el punto de convertirse no solo en Siervo y Esclavo, sino de convertirse en Holocausto, Altar y Sacrificio, por cuya Sangre quedamos purificados. ¿Qué mente humana es capaz de concebir tal beneficio? ¿Qué mente humana sin inspiración y fortaleza Divina es capaz de dejarse moler mansamente como el trigo para ser convertido en pan que es capaz de dar la Vida?

            ¡Ay Hombre que te empeñas en quedar encadenado! Ni los ángeles pueden descender al Infierno para rescatar una sola alma. Cuanta fue la caridad de Cristo para descender a él para liberar a los cautivos, a quienes durante los siglos esperaban la Promesa del Padre, la promesa de los Profetas, que oraban con incesantes ánimos la manifestación del Redentor. Ellos aguardaban poder contemplar ese Rostro Divino, reflejo del Padre que los había llamado a la esperanza. Más ni el Pueblo de la Primitiva Alianza sellada con Abraham supo ver la Promesa aun tocándola y escuchándola. Que decepcionado pudo haber contemplado el escenario tan atroz de tormentos  indecibles, Abraham desde el seno del Reino, Moisés que fue testigo del amor de Yahvé por sus hijos para romper sus ataduras esclavas. Ver que la sangre que había pedido el Señor para marcar sus moradas, no era otra señal que la preparación para que las verdaderas moradas del Pueblo, las almas, fueran marcadas con la Sangre de Cristo derramada en el Calvario, para librarnos de una plaga aún mayor, que no solo lleva el peso de la muerte física, sino la espiritual, del perdernos por los siglos la visión del Redentor.

            El Sacrificio de Elías para mostrar la magnificencia de Dios ante los falsos dioses, no ha quedado sino opacado por el Sacrificio de Cristo; Elías oraba con ardientes suplicas que su ofrenda fuera tomada de manera agradable, más aun en la justicia recibida, era una obra de alabanza humana, que siendo aún agradable a Dios, no borraba enteramente los pecados. Cristo mismo, por lo contrario, no solo oro para que se mostrara el Amor del Padre, sino para ser capaz de llevar sobre él nuestros dolores, su Ofrenda en sí misma era más meritoria al Padre que los antiguos sacrificios que se renovaban esperando la llegada de la Salvación. Más Cristo no solo es Oferente en suplica, sino en sacrificio puro, inmaculado y santo, pues su mismo Cuerpo lo ofreció para ser triturado e inmolado, es Obra perfecta de amor y de reconciliación.
        
    Cristo, en la apariencia de Hombre, muere, se ha consumido por el Fuego de la Caridad omnipotente de atraer a todos hacia el Padre, es una ofrenda consumida en el ardor del amor y aceptado al Padre sobre el Altar de la Cruz, para descender al lugar de los muertos y hacer valer todos los sacrificios que se ofrecían, y para mostrar a los Profetas y a los Patriarcas que su esperanza no quedaría defraudada, ellos no necesitaron de milagros, ni de signos ya, para contemplar la Promesa del Padre, ahora son participes con él de su misma gloria, porque fueron coronados por el Salvador, en los merecimientos propios de la espera confiada.

            Ahora, nosotros, Pueblo de la Prometida Alianza Nueva y Eterna, sellada con la Sangre de Cristo, caminamos en esa misma esperanza de ver al Señor un día, ahora lleno de Gloria y Majestad, esperando verle primero tal vez, en nuestra muerte, con la esperanza confiada de permanecer después del Juicio en su Presencia, caminamos constantes o deberíamos hacerlo, en la conversión sincera del corazón que enfrenta sus culpas y purifica sus pecados. Para poder gozar de la Promesa ganada por la Sangre de Cristo. Promesa que el Pueblo de la Antigua Alianza ha despreciado, mirando al Salvador y condenándolo al Suplicio, y soberbios sin querer reconocer la salvación ganada por el Redentor, a quien rechazaron abiertamente, al Hijo de Dios.

            Ahora nosotros, caminamos en la nueva esperanza de Resucitar con Cristo, de contemplarle glorioso tal cual es, y suplicando su Venida Gloriosa en la Carne y en la Majestad Divina, que solo el Padre Sempiterno sabe el momento y la hora destinados para ello, y más nos valdría que el Señor nos encontrara velando en oración y despiertos. Que nos encuentre como ceras ardiendo ante su Presencia, para no conocer como él, el ocaso vespertino, sino el lucero que anuncia la claridad del nuevo día que ha disipado las tinieblas del pecado y la soberbia. Que ha quebrantado los pecados, y que ha roto las cadenas de la muerte sobre nuestras almas. Dichoso sea a quien el Señor encuentre preparado aquel día de bendición y de escándalo, día de alegría y de vestiduras rasgadas, día de gozo, de dolor y de rugir de dientes.

            Celebremos con gozosa esperanza estas fiestas pascuales, porque la esperanza tiene un nombre imborrable en los corazones de los fieles, como los dinteles y las jambas de los israelitas, ahora nuestros corazones han sido marcados y sellados con una sangre que no perece como la de los animales, sino con una marca imborrable de la Sangre de Cristo Resucitado, que permanentemente muestra sus Llagas al Padre para que por medio de ellas nos contemple y tenga compasión, por cuyas llagas hemos sido sanados (Is. 53, 5).

            Que levanten nuestros labios himnos de alegría y nuestra lengua proclame las alabanzas de Cristo, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Surrexit Christus spes nostra,
Scimus Christum surrexisse a mortuis vere.

(Resucitó Cristo Nuestra Esperanza,
Sabemos que Cristo verdaderamente Resucitó de entre los muertos).



Mauricio Parra Solís
Esclavo del Inmaculado Corazón de María


Nihil Obstat
Pbro. Moisés Olmos Ponce
Diócesis de Ensenada


Mexicali, B.C., 15 Abril de 2017. Sábado Santo


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